Al hablar de reconocimiento, estamos refiriéndonos a la acción de reconocer, mediante la cual, examinamos de manera detallada, registramos con minuciosidad, apreciamos el estado de algo o admitimos la responsabilidad propia o ajena en determinada situación.
Aplicado a nuestro crecimiento personal, el reconocimiento es el punto de partida de toda reconstrucción interna.
Esa mirada analítica, franca y cuidadosa que determina la magnitud del daño, permitiendo que podamos establecer un plan de reparación.
Es imposible recuperarnos de una enfermedad de la cual no hemos reconocido estar enfermos.
Cuando a Jesús se acerca Bartimeo el ciego, la primera pregunta que surge es: ¿Qué quieres que te haga? y podríamos pensar: “si está ciego, pues es lógico que quiera ver”.
No obstante, el Señor hace la pregunta porque Bartimeo podría haber pedido cualquier otra cosa.
De igual manera nosotros podemos pedir salir de una crisis económica antes que pedir aprender a perdonar o ser libres del egoísmo y del orgullo.
El orden de nuestras peticiones indica el orden de nuestras prioridades.
Dios siempre está dispuesto a reparar nuestro interior, aún así muchos hombres y mujeres a través de la historia bíblica se acercaron a Él para pedir milagros que en su momento eran importantes, pero no trascendentales.
Pidieron milagros para aliviar las dolencias que aquejaban sus cuerpos, pero no pidieron ser liberados de aquellas que aquejaban sus almas.
Quizás fuera ese el motivo por el cual, lo abandonaron en el momento de la crucifixión.
Cuando nos acercamos a Dios, sería muy favorable habernos tomado el tiempo de “reconocer” nuestra condición y tener claro el orden de las prioridades de nuestra vida, pues Jesús siempre está dispuesto a ayudarnos.
Jesús sanó el siervo del Centurión que se acercó a Él buscando ayuda, en el mismo instante en que fue hecha la petición, y mantuvo la distancia que aquel hombre le pidió cuando le dijo: —no vengas a mi casa, porque no soy digno.
Que Dios restaure nuestras vidas, en todas las áreas en las cuales deban ser restauradas, que entre a nuestro corazón, no para remodelar, sino para reconstruir.