Era una escena sin sentido. La víctima estaba casi inmóvil en la calle, sangrando y el conductor que la había atropellado se había dado a la fuga.
¡Necesitaba ayuda médica urgente! Pese a ello, no hacía más que repetir: —¡Por favor, no me lleven al hospital!—
Notablemente sorprendidos, quienes le rodeábamos le preguntamos: ¿Por qué?
Suplicando respondió: —Porque yo formo parte del personal del hospital y me daría vergüenza que me vieran en este estado. No me han visto nunca sangrando y sucio, ahora soy todo un espectáculo—.
—¡Pero si el hospital es para personas en su estado!— respondió alguien con cierta muestra de enojo.
—¿Podemos llamar a una ambulancia?— Preguntó alguien más.
— No, por favor no lo hagan. Asistí a un curso de seguridad vial y el instructor me criticaría por haberme dejado atropellar—.
—¿Pero a quién le importa lo que pueda pensar el instructor? Usted necesita que lo curen—. Replicó una señora.
—Pero es que además hay otras razones… La encargada de admisiones se enojaría—.
—¿Por qué?— dijo ella.
—Porque siempre se enfada si alguien que tiene que ser admitido no tiene todos los detalles que necesita para rellenar el formulario. No he visto al que me ha atropellado y ni siquiera sé qué marca de automóvil era, ni su matrícula. Ella no lo entendería. Es una perfeccionista cuando se trata de los datos de admisión. Es más grave que eso, ni siquiera tengo mi tarjeta de la empresa aseguradora, la dejé en casa—.
—¿Y qué diferencia puede hacer eso?—cuestioné.
—Bueno, si no me reconocen por el aspecto que tengo no me admitirán porque no lo harán con nadie en estas condiciones, sin una tarjeta del seguro. Colóquenme en la acera nada más. Me las arreglaré de alguna manera, es culpa mía que me hayan atropellado—.
Pronunciando estas palabras intentó ir arrastrándose mientras la gente se retiraba, dejándole solo. Tal vez lo consiguiese y a lo mejor no.
Es posible que esté todavía intentando detener la hemorragia.
¿Ha conocido una reacción más descabellada que ésta ante un inminente peligro?
Verdaderamente podríamos decir que en momentos de vital importancia como éste, no es posible detenernos a pensar en nada más que en retener la vida; sin embargo, muchas personas vamos por la vida tratando de recuperarnos, sin ayuda alguna, de las heridas sangrantes que amenazan con destruirnos, y todo porque no estamos dispuestos a reconocer que la lesión es más grave de lo que aparenta, o quizás, porque es difícil admitir que no tomamos las precauciones debidas para evitarla, o sencillamente porque es más importante vivir aparentando que estamos perfectamente para no perder la posición y el reconocimiento que hemos conseguido ante los demás.
Estamos llenos de heridas que el resentimiento, el orgullo, el enojo y la indiferencia nos han abierto, sin embargo, sean cual fueran la excusas que tengamos para evitar buscar ayuda y admitir recibirla, son tan o más absurdas que las del relato anterior.
Querido lector, mi deseo es que teniendo presente éste mensaje, consideremos hacer una pausa y un análisis concienzudo que nos permita decidir si es momento de correr al hospital o si definitivamente preferimos quedarnos a esperar que nuestra felicidad, integridad, alegría y amor se desangren hasta fallecer.
Admitir la existencia de una herida es el primer paso para solucionarla.
Despojémonos de toda venda que nos impida apreciar la gravedad de la lesión y busquemos la ayuda idónea para resolverla. Estoy segura de que llegaremos a una feliz recuperación de nuestra estima, de nuestra paz interior, de nuestras relaciones con los demás y por supuesto de nuestra felicidad.
En nuestras manos está la decisión.