La carta de Santiago, capítulo 1 verso 7 dice que “Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de arriba; desciende de parte del Padre de las luces, en el cual no hay fases ni períodos de sombra”.
Todo, absolutamente todo lo bueno que recibimos en la vida proviene de Dios y Dios es el Padre de las luces. ¿Pero, eso qué implica?
No sé sí en algún momento de sus vidas han intentado ir a tientas, bien sea porque están en un lugar sin energía eléctrica o porque se encuentran en un espacio abierto, donde ni la luna se deja ver en medio de la oscura noche.
Yo he vivido esa experiencia en más de una ocasión y aunque Dios haya diseñado nuestros ojos tan perfectamente, como para “adaptarse a la oscuridad” con rapidez, lo cierto es que, con gran dificultad hacemos las labores.
Si nuestra vida está lejos de Dios, que es el “Padre de las luces” estamos expuestos a la oscuridad, y es probable, que nos hayamos adaptado a ella tan bien, que sintamos que es normal ver a medias todo.
Pero cuando tenemos una buena “luz” podemos andar con confianza, podemos notar los detalles con facilidad y podemos hacer los cambios necesarios con mayor habilidad que cuando estamos a oscuras.
Cuando nos acercamos a Dios, Su luz, nos permite ver con claridad todo lo que hemos recibido, nos permite apreciar con facilidad la belleza que hay a nuestro alrededor, pero también nos da la oportunidad de ver nuestra “suciedad” y nos impulsa a querer “limpiarnos”.
Quien vive en oscuridad piensa que las manchas son parte del diseño, pero los que hemos visto la “luz” entendemos que es la impureza de la que Dios quiere liberarnos.