Cuando las buenas intenciones no bastan, por Juliana Miranda.
Nada hay más frustrante que creer que estamos haciendo algo bien y terminemos dándonos cuenta que estaba más mal de lo que llegamos a imaginar.
Esa fue la frustración que mantuvo desvelado a Darío, el rey de los medos que a sus 62 años había recibido la mitad de lo que fue la imponente Babilonia.
Darío, como cualquiera de nosotros a su edad, estaba empeñado en hacer bien su tarea y gobernar con diligencia.
Tenía 120 sátrapas o gobernadores para mantener en orden las provincias de su reino y sobre ellos tres hombres a quienes éstos debían rendirles cuentas.
Uno de ellos, y el más apreciado por su diligencia, respeto, desempeño y honestidad, se llamaba Daniel.
Daniel había hecho tan eficientemente su tarea que el rey decidió nombrarlo jefe sobre todos ellos; incluso había considerado nombrarlo la segunda autoridad del reino, después de él, claro está.
Darío se reunía continuamente con sus gobernantes y estaba satisfecho con lo que había alcanzado.
En una de esas reuniones, algunos de ellos, malintencionadamente, sugirieron a Darío emitir una ley que ordenara que durante un mes ninguna persona pudiera adorar a nadie distinto al rey y quien decidiera no hacerlo debería enfrentar la furia de los hambrientos leones que mantenían encerrados en una cueva profunda.
Ante los oídos de Darío sonó bien la idea de ser venerado por todos los ciudadanos de su reino. Así todos le demostrarían su lealtad y gratitud por su buen desempeño como rey.
Hasta aquí todo parecía bien, pero al aprobar esa ley —que era imposible de revertir después de firmada, según lo dictaba la tradición— sin quererlo, había condenado a muerte automáticamente a la persona que hallaba más valiosa en su reino, a su estimado Daniel, pues éste adoraba exclusivamente a Dios.
Los mismos envidiosos que incitaron al rey a emitir la ley, vinieron exigiendo su cabeza. En ese momento Darío supo que su decisión, que en un principio parecía buena, en realidad era muy mala.
Asumiendo las consecuencias
Esa noche el monarca no pudo conciliar el sueño. Buscaba de una y otra manera evitar lo inevitable: En la mañana Daniel debía ser lanzado al foso de los leones.
Posiblemente cualquiera de nosotros, alguna vez en la vida ha tomado una decisión que resultó mal, aunque teníamos “buenas intenciones”.
Tal vez no poniendo en riesgo la vida de alguien que amamos, pero si dejando en vilo nuestro trabajo, nuestra economía, una relación de amistad o incluso poniendo en peligro la unidad de nuestro hogar y el bienestar de nuestros hijos.
Darío estaba desesperado como podríamos desesperarnos nosotros cuando vemos que la solución a nuestra equivocación se sale de nuestras manos.
Pero lo que el monarca tenía claro era que la misma fe que había puesto a Daniel en riesgo, era la única que podría hacer la diferencia en su momento de mayor necesidad.
El verso 16 del capítulo 6 del libro de Daniel nos relata la confesión que hace el rey en medio de su impotencia y su frustración, mientras ejecutaba la condena en contra de su amigo. Mirándolo a los ojos le dijo: —Daniel, espero que tu Dios, a quien sirves con tanta devoción, te salve.
Hasta un rey incrédulo supo que Dios es la respuesta cuando no hay respuesta.
La fe que hacía destacar a Daniel entre los otros era la única que podía hacer la diferencia ante tamaño error.
La respuesta no se hizo esperar
Daniel fue arrojado al foso que cerraron con una gran piedra y el cielo no tardó en responder a su favor. La boca de los leones fue cerrada y parecían inocentes gatitos echados a su alrededor.
El rey aprendió una gran lección y los gobernantes que buscaban la muerte de Daniel recibieron justicia por sus actos.
No hubo más decisiones “aparentemente buenas” tomadas con “buenas intenciones” que pudieran traer más daño que bienestar. Darío aprendió, como debemos aprender nosotros, la importancia de no obrar a la ligera, ni subestimar las implicaciones de lo que decidimos.
Y más allá de eso, aprendió que Dios es fiel para cuidar y proteger a quienes lo buscan de corazón, por encima de las decisiones erradas de otros.