—¿Hay algo más difícil de lograr que resucitar a quién ha muerto?— fue la pregunta que resonó en el corazón de las hermanas.
Esa tarde su hermano ardía en fiebre, temblaba, se estremecía y no había nada que pudieran hacer para rescatarlo de las garras de la inclemente muerte.
Corrían de un lado a otro tratando de evitar el fatal momento, intentando aliviar su dolor y mantenerlo consciente, pero Lázaro cada vez estaba peor.
María se asomaba a la puerta periódicamente, con el ferviente anhelo de que en algún momento, pudiera ver asomarse la silueta de Jesús en el cuadro de su angustioso panorama… Pero Jesús no apareció.
Habían pasado ya cuatro días cuando por fin escucharon su voz.
Era tarde, demasiado tarde diría Marta para atender al llamado de un amigo que ya no estaba presente porque la muerte lo había llevado al lugar del “no retorno”.
Pero Jesús tenía claro que la gloria de Dios habría de manifestarse de manera que no quedara duda alguna de Su incontenible poder.
¿Qué es más fácil: sanar un cuerpo enfermo o resucitar uno en descomposición? En realidad, el milagro que se necesitaba superaba en mucho la fe que Marta y María tenían en Jesús.
Solo había un impedimento para que el milagro se manifestara frente a sus ojos: “La piedra”.
Era necesario hacer un acto humano, posible de realizar por un humano, para que la gloria divina se hiciera visible aquella tarde en Betania, frente a la multitud expectante.
—¡Muevan la piedra!— ordenó Jesús, antes de proclamar el llamado que devolvió a la vida a su amigo desde las profundidades de la muerte.
Ningún milagro es imposible para Dios, porque Su poder no tiene límite alguno; sin embargo, es necesario que nosotros movamos la piedra que está entre nosotros y nuestro milagro.
“Mover esa piedra” es demostrar que tenemos fe, que estamos anticipando con ese acto, la certeza de que algo sobrenatural habrá de acontecer.
Habrá quienes, como Marta, quieran explicarnos, hasta de buena gana, por qué no debemos moverla, pero es necesario atender únicamente a la instrucción de Dios y hacer lo que está en nuestras posibilidades para que Dios haga lo que está en las Suyas.
Es momento de revisar cuál es la “piedra” que se interpone entre nosotros y nuestro milagro para echarla a rodar.
Quizás sea un perdón que no hemos entregado, una llamada que no hemos hecho, una renuncia a una conducta que nos ha esclavizado o un reconocer nuestra incapacidad.
El Espíritu Santo está dispuesto a guiarnos en el proceso de identificar y mover esa piedra y también listo para hacer que lo que antes parecía imposible, venga hacia nosotros para traer gozo a nuestro corazón.
Movida la piedra, Lázaro salió por sus propios medios y sus hermanas aprendieron que el tiempo de Dios es perfecto y que Su poder nada tiene que ver con las limitaciones humanas…
Así que, si quieres ver tu milagro… ¡Mueve tu piedra!.